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lunes, 17 de enero de 2011

La última noche del año

Margarita cerró la ventana, se había levantado de nuevo el viento, hacía más de una década que París no alcanzaba estas temperaturas más propicias de un invierno en Moscú que de un 31 de Diciembre en Montmart. Encendió la chimenea para poder calentar su pequeña casa, para que Ferdinand no tuviera frío, corrió la cortinas y bajó la persiana ya que la madera de la ventana se había hinchado con las lluvias del año pasado y no cerraba bien. A Ferdinand no le gustaba el frío, no le gustaba la corriente y no soportaba que Margarita le dejara solo. ‘Volveré en cuanto cierre’ le susurró al oído dándole un beso y acariciándole la nuca mientras dormía en el viejo sillón. Margarita miró a su alrededor, la habitación estaba repleta de antigüedades y recuerdos de sus padres. Aún estaba la vieja maceta de su madre con una planta de Aloe Vera encima de la mesa del comedor. Hacía más de diez años que habían muerto sus padres, ella todavía conservaba todas sus pertenencias, la casa estaba igual que el día que salieron para ir a casa de la tía Marie, el día que salieron por la puerta y no volvieron, dejándola sola en el mundo. Margarita caminó por las callejuelas del antiguo barrio de Montmart, la panadería donde trabajaba de panadera estaba cerca de su casa pero ella tomaba el camino más largo. Le gustaba oír como crujía la nieve bajo sus pies y sentir el frio en su cara. Se metió las manos en los bolsillos y sonrió. Estaba contenta y su caminar tenía hoy una alegría inusual. A sus 30 años Margarita todavía no había conocido el amor pero ahora estaba segura de que era el momento. Frotó el broche que llevaba en su abrigo. Se lo había regalado su madre cuando cumplió 18 años, era su broche de la suerte, una herencia familiar que había pasado de madre a hija durante generaciones. Lo miró y pensó que gracias a este pequeño tigre de oro con ojos de rubí había conocido el amor.Hacía solo una semana que yendo a casa y pensando en Ferdinand, notó que la seguían. Era media noche y no había ni un alma por la calle. Al principio oyó los pasos, se apresuró en volver a casa. Empezó a andar más rápido y la persona que le venía detrás también. Se acercó tanto que podía notar su respiración y un extraño olor a leña, su corazón latía muy rápido y casi se le salió del pecho cuando notó una mano en su hombro. Cuando se giró, allí estaba él, con el broche en la mano. ‘Señorita, se le ha caído esto’ dijo extendiéndole el broche del tigre. Así le conoció y desde de esa noche que no dejaba de pensar en él ni un solo instante. Entró en la panadería y enseguida sintió el calor del horno. A pesar de llevar trabajando allí más de un año aún no se había acostumbrado al olor a pan recién hecho. Aun lo notaba como si fuera el primer día se quitó el abrigo y se puso el delantal. Mientras trabajaba pensaba en como iba a cambiar su vida, pensaba en su gato Ferdinand, en sus padres ausentes y en la persona que ahora daba una pincelada de color a su vida. Miró de nuevo el broche del tigre y sonrió, estaba segura que este fin de año iba a ser diferente no sólo porque esta vez no iba a estar sola con Ferdinand si no porque esta noche marcaba un final y un principio. Un principio de una nueva vida.

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